Un relato que se sale de mi tónica habitual, no todo va a ser muerte y destrucción.
Hacía mucho frío en las cumbres de las montañas y soplaba un fuerte viento del oeste. Pese a todo era un día bastante soleado, una pausa en una temporada de nevadas y tormentas cómo no se conocía desde hacía años. En una de las explanadas de un pequeño valle, resguardada por una cornisas montañosas, estaba la posada. Era un edificio recio construido con la mejor de las maderas de la zona y hecha al estilo tradicional. Dicho lugar estaba regentado por una anciana pareja de hermanas que llevaba viviendo en ella desde su más tierna infancia, una larga y buena vida sirviendo a los viajeros que llegaban para descansar de sus quehaceres mundanos en las famosas aguas termales. El camino hasta dicho lugar era largo, pero de todos aquellos que iban no había nadie que no volviera diciendo que merecía la pena. A tal lugar se adentró la pequeña comitiva. La encabezaban dos figuras: un hombre alto y algo delgado, vestido con unas ropas tradicionales que alternaban el color azul y el blanco, de gran lujo y que portaba en el cinto las dos espadas, símbolo de su clase. A su lado estaba una mujer, no muy alta pero con una larga melena negra. Unas largas vestiduras de vivos colores adornaban su bello cuerpo y una sonrisa era el toque perfecto para su adorable cara. Los seguían tres mujeres, con ropas de peor calidad pero muy elegantes, y un hombre, más grande, más bajo y más barbudo que el otro. Nada más entrar la mayor de las posaderas, Kiyomi, les saludó con efusividad.
Hacía mucho frío en las cumbres de las montañas y soplaba un fuerte viento del oeste. Pese a todo era un día bastante soleado, una pausa en una temporada de nevadas y tormentas cómo no se conocía desde hacía años. En una de las explanadas de un pequeño valle, resguardada por una cornisas montañosas, estaba la posada. Era un edificio recio construido con la mejor de las maderas de la zona y hecha al estilo tradicional. Dicho lugar estaba regentado por una anciana pareja de hermanas que llevaba viviendo en ella desde su más tierna infancia, una larga y buena vida sirviendo a los viajeros que llegaban para descansar de sus quehaceres mundanos en las famosas aguas termales. El camino hasta dicho lugar era largo, pero de todos aquellos que iban no había nadie que no volviera diciendo que merecía la pena. A tal lugar se adentró la pequeña comitiva. La encabezaban dos figuras: un hombre alto y algo delgado, vestido con unas ropas tradicionales que alternaban el color azul y el blanco, de gran lujo y que portaba en el cinto las dos espadas, símbolo de su clase. A su lado estaba una mujer, no muy alta pero con una larga melena negra. Unas largas vestiduras de vivos colores adornaban su bello cuerpo y una sonrisa era el toque perfecto para su adorable cara. Los seguían tres mujeres, con ropas de peor calidad pero muy elegantes, y un hombre, más grande, más bajo y más barbudo que el otro. Nada más entrar la mayor de las posaderas, Kiyomi, les saludó con efusividad.
-¡Oh, viajeros en un día tan ventoso! ¡Pasen, pasen! ¡No se queden fuera y cogerán frío! ¿Han venido acaso ha pasar unos días aquí, a disfrutar de las aguas termales? - Antes de que pudiera acabar de hablar una de las chicas se acercó a susurrarle algo. La cara de la posadera se tornó en miedo y luego en vergüenza. Rápidamente se tiró al suelo, haciendo una reverencia exagerada.
-¡No le había reconocido, Mishima-sama! ¡No quería ofenderle! - para su sorpresa la comitiva estalló en risas. El hombre alto se acercó a ella.
-No se preocupe, no es un viaje oficial. No es mi intención ser abiertamente reconocido, así que entiendo el malentendido. Ahora levántese y prepare tres habitaciones, nos quedaremos aquí unos días.
-¡Claro, Mishima-sama! - Kiyomi se levantó y rápidamente, aunque con gran elegancia, salió del vestíbulo.
Una vez estuvo todo preparado, los viajeros ocuparon sus habitaciones. Mishima Eijii y su pareja ocuparon una, mientra que su sirviente ocupó otra. La última fue para las tres criadas. Al poco de haberse acomodado se cambiaron, se pusieron unas ropas más cómodas y se dirigieron a las fuentes termales. Era un viaje corto y el camino estaba perfectamente pavimentado, así que pudieron disfrutar de la natural belleza de las montañas y los bosquecillos. Hombres y mujeres se separaron, de forma pudorosa, para ocupar diferentes piscinas termales. Mishima Eijii se sentó en una de ellas tranquilamente y dejó que el agua caliente relajara sus músculos, aunque no dejaba de mirar a su criado, que seguía afuera, sentado sobre sus rodillas y con las espadas al alcance de su mano.
-¿Es necesario que no te separes nunca de tus espadas, Shinzaemon? ¿Acaso no puedes relajarte por unos instantes? ¡Ven al agua, te ayudará! - decía el señor, riendo.
-No, Mishima-sama. - Antes de que pudiera seguir, Eijii cortó al samurai.
-Sabes que no me gusta que me llames así. Te llevo conociendo desde que yo era un niño, cuando tu eras un joven samurai al servicio de mi padre. Llevas toda la vida sirviéndome y... sabiendo lo que va a pasar, creo que puedes tratarme con más familiaridad. Ahora deja tus espadas y báñate, no me obligues a ordenartelo. - Shinzaemon dudó, pero finalmente comenzó a desnudarse y se metió en el agua. Era una sensación enormemente cálida y relajante, que podía ayudar a un hombre a encontrar la paz, durante unos instantes al menos. Pero el samurai no quería encontrarla.
-¿Mucho mejor, verdad? No deberías preocuparte tanto, amigo.
-¿Cómo quiere que no me preocupe, Eijii-san? ¡Lo que va a suceder...!
-Es algo que debe pasar. Está en mi karma. Ahora no pienses en ello y relájate.
A su pesar el samurai se obligó a desechar sus pensamientos e intentó centrar su atención en las aguas que le mojaban, en los riscos que le observaban y en los árboles que le daban sombra. Entonces vio un pequeño reflejo en el cielo.
-Mira, Shinzaemon, está empezando a nevar.
En la piscina de al lado, las cuatro mujeres charlaban y reían. Las criadas servían a su señora con gracia y afecto, ya que todas eran mayores que ella, aunque no demasiado. La joven estaba ya en el agua, tranquila y descansada, mientras una de sus criadas lavaba su larguísima melena. Las otras dos le dedicaban a entretenerlas contando chistes o cantando canciones populares que nunca se podrían haber escuchado en los refinados salones en los que su señora se había criado. Todo eran risas, hasta que de repente se escuchó un sollozo. Las criadas callaron y vieron que su señora estaba llorando.
-¡No lloréis, Ayame-sama! - dijeron las tres, casi al unísono. Todas sabían a que se debía esto y todas lo comprendían, pero no por ello querían dejar que su señora pensara en ello.
-Mishima-sama es un gran hombre y todo saldrá bien, os lo aseguro - dijo Okko, la mas mayor de las criadas. - No tengáis miedo por lo que va a pasar, ya que vos sabéis que es la decisión correcta, ¿no? Sois del clan Yoshida, la sangre de los más nobles guerreros corre por vuestras venas.
Ayame se secó las lágrimas con el dorso de su mano y sonrió.
-Gracias por recordarmelo, Okko-chan. Estos días han sido muy extraños y a veces olvido cuanto ha de pasar. La vida a veces resulta inesperada, tanto que la única respuesta es el llanto. - Todas las criadas miraron con ternura a la joven - Pero ya ha pasado. Seguid con la canción de la carpa y el pulpo, que seguro que el final resulta... interesante. - Entre risas las criadas siguieron como hasta hacía un momento. Entonces, Yoshida Ayame se relajó y miró al enorme cielo. Las nubes lo iban tintado todo de un color oscuro.
-Nieva. - Dijo Ayame, a media voz.
El tenue descanso de temporales acabó y volvieron las nevadas y ventiscas. Durante tres días el grupo siguió en la posada, charlando y jugando por los días y descansando por las noches. Finalmente, llegó el día. Era una mañana tranquila, la nieve había cesado pero en cualquier momento podía volver a empezar. Aprovechando el poco sol Shinzaemon estaba en el porche de la posada, charlando alegremente con las criadas. De repente la puerta se abrió y de ahí salieron Yoshida Ayame y Mishima Eijii. Llevaban unas ropas de una factura elegante hasta el extremo. Eran un espectáculo de color. Ambos llevaban los mon <emblema heráldico> de sus respectivas familias bordados, pero también otros motivos. La ropa de él tenía estampados de bellos pájaros, mientras que la de ella estaba decorada con motivos florales de cerezos. Todos se asombraron, pero nadie sonreía. No era ese momento para risas. La dulce voz de Ayame acabó con el sombrío silencio.
-Vamos allá. - y emprendieron su marcha. No había caminos ni tampoco señales allá donde iban. Sólo nieve y bosques. - Shinzaemon-san, encabeza la marcha.
-Sí, Yoshida-sama. - y todos partieron.
Llevaban un buen rato de caminata y milagrosamente aún no había vuelto a nevar. Las huellas de los seis componentes del grupo se veían perfectamente en la nieve que cubría el suelo del bosque. El viaje había sido silencioso y el ánimo triste. Entonces Ayame alzó su pequeña mano.
-Deteneos, por favor. - Y todos pararon. Entonces miró a Eijii y ambos asintieron - Okko-san, Yukari-san, Sayuri-san, no puedo pediros que me sigáis allí adonde voy. Dad media vuelta y no me discutáis.
-Lo mismo te digo, Shinzaemon. - dijo el señor - Vuelve con ellas y déjanos hacer este viaje solos. - y ambos se adelantaron, ante el estupor del resto. Era algo que sabían que debía pasar, pero aún así era difícil de asimilar. Demasiado difícil para el pobre Shinzaemon. Se escuchó un grito en el bosque, y de tan pacífico y apacible como estaba el grito pareció más bien un rugido de un salvaje animal.
-¡NO! Mi señor, no puedo dejaros hacer eso.
-¡Shinzaemon, ya hemos hablado de esto! ¡No hay discusión posible!
-¿Pero por qué, mi señor? ¿Por qué ha tenido que acabar así?
-Ya lo sabes, querido Shinza. Las cosas no pueden acabar de otra manera.
-Tiene razón, Shinzaemon-san - dijo Ayame - Sabes que esto debe hacerse.
-¡Hay otro camino! ¡Huid! Mentiré a vuestro padre, mi señor. Mentiré a todo el mundo. Todos os darán por muertos. - Ayame y Eijii se miraron, pero la decisión ya estaba tomada. Entonces Eijii se acercó a su lacayo y le puso la mano en el hombro.
-Shinzaemon, desde el momento en que mi padre me prohibió casarme con Ayame-san supiste que nada iba acabar bien. Yo la amo, Shinza, y ella me ama a mí. Esta en nuestro karma. Déjanos y vive tu vida, Koga Shinzaemon.
Las criadas de Ayame se habían mantenido calladas, pero la mayor de ellas alzó su voz:
-En la otra vida, mi señora, usted y Eijii-sama se reencarnarán en una pareja que pueda amarse sin contemplaciones, sin preocuparse por lealtades familiares y rangos sociales. Tan seguro cómo el pájaro que canta o la lluvia que cae. Les deseo toda la felicidad que un hombre y una mujer puedan tener.
Todos se quedaron callados, sopesando estas palabras.
-Tenías que haberte hecho ama <monja budista>, Okko-san. - dijo Ayame con un susurro. - Te echaré de menos.
Entonces Eijii miró a Ayame y este le devolvió la mirada. Una mirada llena de comprensión y amor, de esperanzas y anhelos.
-Podría haber sido tan diferente... - decía entre llantos Shinzaemon, caído de rodillas en el suelo, mientras se tiraba de los pelos. Eijii y Ayame lo miraron con pena. Entonces se cogieron de las manos y, con la elegancia de una grulla, ambos dejaron al resto y se internaron en el bosque.
El viajero tenía los ojos empapados en lagrimas, mientras el recio campesino acababa de relatar la historia.
-Una historia bellísima, pero algo me dice que no acaba ahí.
-¿Cómo decís eso, mi señor?
-Oh, sin duda falta el final, y no me lo queréis contar, ¿verdad?
-Bueno, sí... Dos días después fueron hallados sus cuerpos en la nieve. Estaban tumbados con gran dignidad, con las manos entrelazadas y mirándose a los ojos. Las bestias no habían mancillado su carne y sus restos fueron depositados juntos en una pequeña capilla en las montañas. Se cuenta que tras esto vivieron incontables vidas, y en todas ellas Eijii y Ayame, no importa cuan separados nacieran, volvían a encontrarse una y otra vez.
-El broche perfecto, sin lugar a dudas. Pero falta acabar con Okko y las criadas, así como Shinzaemon, ¿me equivoco?
-El cuento no habla sobre ellos, mi señor. Al fin y al cabo no deja de ser eso, un cuento. -decía el fuerte y barbudo campesino. Uno de sus hijos, un pequeño niño de apenas unos diez años, le tiró de las humildes ropas.
-Pero padre, si que queda algo más. ¿No contabas que Shinzaemon renegó de la vida de los samurais por siempre? ¿Y que Okko se enamoró de él? - la mujer del campesino cogió al niño y le hizo callar.
-No interrumpas a tu padre, Eijii. Ahora a la cama. - Ante estas palabras el viajero sonrió para sus adentros.
-Ciertamente es tarde, será mejor que me vaya. Habiendo una posada aquí cerca me sabría mal abusar de tanta hospitalidad. Al fin y al cabo sólo soy un contador de historias, no he hecho nada para ayudaros.
-No ha sido nada, mi señor - decía el campesino - Es una alegría encontrar a alguien que no conoce mis viejas historias.
-Si alguna vez volvéis a pasar por aquí , no dudéis en saludarnos - decía la mujer del campesino - Siempre os recibiremos bien.
El viajero se levantó y, agradeciendo todo lo que le habían dado, se dirigió hacia la puerta. Antes de salir se quedó mirando a su anfitrión y le dijo:
-Me habéis pagado con un bello relato que conocerán las cortes de los más altos señores... Aunque cambiaré los nombres de los participantes, claro - dijo, mientras guiñaba un ojo y salía de la humilde choza. Por el camino hasta la posada encontró un pequeño santuario al lado del camino. En él habían depositadas dos prendas de ropa, una con un estampado floral y otra con motivos de aves. Sonriendo, el viajero continuó su camino.
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